Hace un tiempo me crucé con una nota periodística cuyo contenido afirmaba que, a raíz de esto que llamamos modernidad, la raza humana se encuentra abandonando habilidades adquiridas por nuestros antepasados más recientes. Así como el hombre prehistórico nacía con capacidades naturales para la caza, que se fueron perdiendo con las sucesivas generaciones, este artículo afirmaba que una de las características que se estaban desvaneciendo en nuestra evolución actual es la motricidad fina que implica la escritura a mano.
Hasta el fortuito encuentro con aquella epifanía periodística no había tomado conciencia de mi propia caligrafía -o malformación de ella-. Una vez finalizada esa lectura tomé un papel y lápiz e intenté escribir, con cierto ritmo veloz, una frase. El resultado fue una genuina aberración visual. En esta demostración empírica personal noté que mis palabras manuscritas se habían vuelto unos auténticos jeroglíficos solo interpretables por su autor, lo cual hace morder el polvo a todas las teorías comunicacionales de Eliseo Verón aprendidas tediosamente en mis días de estudiante de periodismo. También mi educación secundaria en un colegio técnico quedó hecha añicos en aquella frase garabateada de forma ininteligible. Grupos de vocales y consonantes se transformaban en una línea o un circulo de ambiguas interpretaciones. Había una mezcla de mayúsculas y minúsculas en estado de franco caos anárquico. Estéticamente parecía que un simio hubiera manchado su dedo en mierda y se hubiera ensañado con aquella hoja de papel.
La decisión inmediata fue adquirir un cuaderno -creo que los escritores en ciernes ahora lo denominan bitácora- y empezar a escribir con la mayor frecuencia posible a la vieja usanza. En esta práctica encontré un efecto no buscado inicialmente: esos renglones podían contener mis pensamientos arrebatados de una manera sencilla y las herramientas eran transportables a cualquier espacio. Desde ese momento el cuaderno permanece siempre en mi bolso y en ocasiones se ha transformado en el recipiente perfecto para mis arrebatos emocionales. Escribir es el método más eficaz de autoayuda que conozco. Poder transformar todo aquello políticamente incorrecto que pienso en letras me permite expulsar la bilis y mantenerme dentro de parámetros socialmente aceptados como normales. Cuando escribo puedo ser el peor canalla sin remordimientos, en el mundo real no me lo permito con tanta ligereza.
Al releer las anotaciones que contiene ese cuaderno desde la perspectiva que otorga el paso del tiempo puedo visualizar lo urgente y desprolijo de un texto vomitado en esa superficie de papel. Pero a veces, entre toda esa porquería, aflora una frase digna. Lo que más valoro de esa herramienta es lo genuino que soy entre sus renglones. Puedo despreciar sin prejuicios -a los demás y a mi propia persona- o permitirme sin pruritos la tristeza y la melancolía.
El cuaderno es como mi propia versión del Retrato de Dorian Gray. Sus hojas absorben lo peor de mí. La versión que queda fuera de sus páginas no se vuelve más bella, pero al menos tiene mayor capacidad de adaptación social. Mi caligrafía sigue siendo horripilante, pero ahora entiendo que posiblemente sea directamente proporcional a los pensamientos que le toca materializar.
Excelente
Hace ya un tiempo descubrí que mi letra se tornó horrorosa, siempre presumi de tener una letra hermosa, me esforzaba por mejorarla y darle toques caligráfica diferentes según su destino. Pero la perdí entre tanta pantalla. Ahora recupere mi cuaderno y no solo tengo uno, sino que tengo libretas para diferentes urgencias. Confío que poco a poco ella(mi letra) quiera regresar y ayudarme a desarrollar nuevos escritos. Nuevo hábito en busca de la letra perdida.