Hay que admitir que desde el principio el plan no era el más alentador. Tenía que reunir un extra de voluntad para abandonar mi aterciopelada música fonograbada y asistir al concierto de una banda tributo a los Redondos. Algunas noches el trabajo tenía esas cosas, con esto quiero decir que en el negocio de la música muchas veces el propietario de una sala de conciertos tiene que hacer gárgaras con arena.
Me venía preparando mentalmente desde que empezó a ocultarse el sol y, haciendo de tripas corazón, me calcé el equipo reglamentario de trabajo (jean, remera y campera de cuero, todo con excesivo olor a humo nocturno) y arranqué para empezar la jornada laboral. Todo se iba desarrollando de manera tan escasamente interesante como esperaba aunque dentro de los márgenes de normalidad. Promediando el show se empezó a percibir un ambiente rarificado dentro de la sala. Los empujones eran cada vez más vehementes y desde mi puesto de observación empezaba a notar la gestación de pequeñas trifulcas entre los asistentes al concierto. El falso Indio era ajeno a todo lo que ocurría y las canciones seguían desfilando respetando rigurosamente la lista de temas original. Pregunté cuántas de ellas faltaban para que finalice el concierto, “menos de diez” fue la respuesta, una eternidad cuando se es testigo del repliegue de la marea que posteriormente se transformará en tsunami.
Miré al jefe de seguridad y observé el momento exacto en el cual guardaba la campera y se empezaba a enroscar las mangas de la camisa. Si me faltaba una señal para avalar mis sospechas, aquella era tan evidente como el mismo Faro de Alejandría. Cada canción parecía eterna y la caricatura del Indio se regodeaba en su paupérrima performance. Yo llevaba ya mucho tiempo sin mirar el escenario y mis ojos estaban puestos en el fondo de la sala donde unos dobles del gigante del Gran Pez amenazaban constantemente con abandonar la guerra fría y pasar a las armas. Era obvio que el final del recital sería con la falsa versión de “Jijiji” ejecutada por los falsos Indio y Skay para desatar el falso pogo más grande del mundo, y sin dudas esos primeros acordes serían como tirar de la espoleta y esperar que la granada estalle. No llegamos a contar hasta 10 que empezaron los manotazos en el fondo. “En este film velado en blanca noche…” decía el Indio apócrifo y en el fondo lo secundaban los gigantes percusionistas que habían decidido acompañar el ritmo estrellando las palmas de sus manos contra los cachetes de los demás asistentes. La seguridad de la sala se lanzó de inmediato y en un acto de nula reflexión fui detrás de ellos. Pude ver en primer plano las escenas de pugilato mientras yo danzaba en la periferia tirando puñetazos al aire en una pantomima de pelea tan fraudulenta como la banda que sonaba sobre el escenario. El jefe de seguridad me clavó los ojos con furia, me tomó del brazo y me alejó con violencia del conflicto. “No puedo controlar este kilombo y cuidarte a vos al mismo tiempo” me gruñó entre dientes, quedé prudentemente de pie en un rincón y él regresó al combate. Como un niño castigado mantuve mi posición y pude ver cómo mis fuerzas de seguridad abrían las puertas de la salida de emergencia y se llevaban a los gigantes a los empujones hacia la calle. El aire fresco oxigenó a los beligerantes y con el último fingido grito de “Chernobyl” la batalla había llegado a su fin.
Una vez cerrado el local y en ronda de comentarios, reviviendo los pormenores de la batalla, uno de los colaboradores afirmó sin titubeos “yo sabía que se iba a desatar la guerra cuando empezamos a quedarnos sin cerveza”. Lo miré con mi ceja derecha arqueada esperando que ampliara su sentencia, él me señaló la línea de refrigeradores y con tono determinado dijo: “las heladeras vacías siempre generan violencia”.
* «Masacre en el Puticlub» – Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota